El pingullo lleva el sonido de los Andes, la pertenencia a la tierra, el suspiro de los abuelos. Pingulleros quedan pocos, pero quedan. Por suerte, algunos jóvenes siguen aprendiendo el arte de los abuelos. En las fiestas, los mamacos, los mamitas, los músicos mamas luchan a pérdida contra la ensordecedora música de las bandas o los discomóviles. Allí se quedan, en el centro del círculo de yumbos, danzantes, rucos, aruchicos, carishinas o archidonas tocando para ellos mismos, escuchando como el corazón se les acompasa en el tambor.
Hay quien dice que la música ancestral es un lamento, hay quien la desprecia por triste. No han escuchado cantar un pingullo, como hervor de sangre, como llamado a la vida, como un estremecimiento de la piel… es como si todo lo que ocultásemos detrás de nuestro disfraz de occidentales y cristianos se rebelara en un grito secreto.
La mayoría de mamacos tienen la edad grabada en las arrugas, en los rostros que nos recuerdan que nuestros abuelos se veían así, curtidos por el viento del páramo, de carnes sólidas y huesos frágiles. Silenciosos y permanentes como los nevados que los vieron nacer.
Estas melodías son como un golpe certero en la memoria, que nos remueven en lugares tan profundos que no atinamos a señalar la razón del azoramiento. Yupaichishkas convertidos en loas marianas:
Salve, salve Gran Señora,
salve Poderosa Madre,
salve Emperatriz del Cielo,
Hija del Eterno Padre.
Emma pressing boobs
Hace 10 años