lunes, 9 de julio de 2007

Sobre ángeles y otros demonios (primera parte)

Siempre detesté a los ángeles, más aún en estás épocas de espiritualidad liviana, al alcance de temperamentos simples y tiempos cortos. La sola idea de eternidad siempre me ha aterrorizado, aunque sea vestido de blanco y con una lira en la mano. Sin embargo, he descubierto (con alivio) que estos seres no son tan solemnes como nos hacen creer, sino que entre ellos también existen los que se nos revelan humanos, con todos los defectos que ello conlleva. Supongo que ya se ha hablado, hasta el cansancio, sobre la aparatosa caída de Luzbel, el más bello de los ángeles; se ha discutido sobre el sexo, la forma y esparcimiento de estos seres celestiales; muchos aseguran hablar directamente con ellos o, por lo menos, verlos con cierta regularidad en algún rincón de la casa; y, finalmente, hay los que se enmascaran tras sus representantes más belicosos (los arcángeles) para justificar sus tendencias de odio y exclusión social.
Los ángeles de mi ciudad son una cosa curiosa. No porque se salgan del molde de lo que un ángel deba ser sino porque, de alguna manera, aprenden a ser únicos, sin dejar de pertenecer a las altas esferas del mundo espiritual. Son, pues, unos ángeles que más bien parecen chullas. Y, como quiteños que son, han aprendido a vivir de la apariencia: pueden parecer aunque, en verdad, no sean.

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