miércoles, 19 de septiembre de 2007

Sobre ángeles y otros demonios (última parte)


Sin embargo, no es posible creer que los ángeles, en Quito, vivan con tanta impunidad y descaro. La alargada, helada y muy poco estética mano de la censura moral también ha tocado a estos juguetones habitantes del centro histórico. En el convento de San Francisco, a los niños que se encuentran en los artesonados de las cuatro esquinas del primer claustro, los vistieron con unos calzones azules, mal pintados y peor dibujados, sobre su ingenua desnudez. Una tragedia peor es la que ensañó sobre las hermas de los púlpitos coloniales. A todas ellas, y lo digo así porque todas son mujeres, les cortaron de mala manera los turgentes pechos que se mostraban, insolentes, ante la feligresía. Supongo que al censor no le gustaba para nada que los ángeles tuviesen sexo. Triste destino para las mejores representantes de la belleza humana, en la escultura quiteña del siglo XVIII. Aún se pueden ver los resultados de semejante barbaridad en San Francisco y en la Compañía, aunque en ésta última los provocadores senos les han sido devueltos a sus legítimas dueñas y, por medio de ellas, a la ciudad.

Dicen que, dentro de las jerarquías celestiales, los querubines y serafines están más cerca de Dios; de allí su forma pura, simbolizada en sus rostros de niño y la inexistencia del cuerpo, recipiente de todos los pecados y errores. En el otro extremo, y más cerca de la humanidad, estarían arcángeles y ángeles. Es con éstos últimos, con su aparente hermafroditismo, con su sensual humanidad, que yo he decidido reconciliarme. Y, aunque me siga aterrorizando la sola idea de vivir para siempre, siento alivio en saber que en los ángeles también puedo reconocer mi propia mortalidad.

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